Paisajes del Aire
En 1959 el número de pasajeros que cruzaron los océanos vía aérea, superó al número de pasajeros que cruzaron los océanos vía marítima. A partir de entonces, en menos de 60 años, los aeropuertos han pasado de ser meros hangares, a convertirse en gigantescos espacios de transito, encuentro y vida, con un nivel de complejidad técnica y humana extraordinaria.
Sin duda los aeropuertos, en términos simbólicos, arrastran la carga de la sobremodernidad,[1] concepto acuñado por Marc Augé que expresa de forma concisa el tiempo presente embutido en el que nos desarrollamos como sociedad. Un presente sin pasado, colapsado por la velocidad, e igualmente un presente sin futuro imaginable, en tanto que desconcertante. Hasta tal punto estamos sobremodernizados, que hemos desarrollado una relación nueva con ciertos espacios del planeta y por extensión con el planeta entero en sí mismo, y hemos creado una individualización nueva, una manera de considerar nuestra relación con lo otro que ha trastocado profundamente, como es lógico, la estructura de nuestra socialización.
Más específicamente, los aeropuertos son para Augé un no-lugar, por oposición al concepto sociológico de lugar, asociado por Mauss y toda una tradición etnológica con el de cultura localizada en el tiempo y en el espacio. Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes como los medios de transporte mismos, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta.
Si mencionábamos los términos simbólicos, o mejor aún, los términos antropológicos, de la condición de no-lugar de un aeropuerto, también podríamos focalizar en los aeropuertos una evolución ligada a la arquitectura y el urbanismo, esa ciencia que tiene tanto de mecánica como de antropológica.
Efectivamente, un aeropuerto nace como un hangar de recogida y mantenimiento de aviones, y por defecto de pasajeros. En los primeros tiempos de la aviación, las construcciones alrededor de una pista de aterrizaje estaban más pendientes de las máquinas que de las personas que transportaban las máquinas.
En cierto sentido es lógico pensar que la aviación, hasta la segunda guerra mundial, donde desarrollo todo su potencial, se entendía como un milagro técnico, y la tendencia era salvaguardar de las inclemencias del clima, no tanto al pasaje, como al aeroplano, la máquina que obraba la audacia, casi mágica, de volar.
Pero a medida que los aviones se vuelven más fiables mecánicamente y más autónomos geográficamente, alcanzando con seguridad largas distancias, transportando tanto mercancías como pasajeros con eficiencia, la acogida de personas, cada vez más frecuente y en mayor número, pasa del hangar industrial a la plaza cubierta.
Todos consideramos un aeropuerto como un edificio. Recordamos el icono moderno de la terminal de la TWA de Eero Saarinen finalizado en 1962, como el primer aeropuerto famoso de la historia. Eso hace pensar que el programa aeroportuario, en tanto que había cambiado el foco de la máquina a los individuos, debería pasar de la ingeniería a la arquitectura. Sin embargo, un aeropuerto originalmente nunca fue un edificio, sino más bien, una plaza cubierta y climatizada. Un espacio de encuentros fortuitos y reencuentros planificados, un lugar de paso fugaz a medio camino entre un punto A y un punto B.
Al echar un vistazo a la maravillosa construcción de Saarinen nos damos cuenta de que la instalación tiene más de grandioso hall de hotel que de terminal aeroportuaria.
Nadie podía pensar en esa época, durante los años 60 y 70, que un aeropuerto era un lugar donde estar. Es por eso que Augé seguramente aborda la reflexión sobre las instalaciones aeroportuarias como un lugar anónimo, un lugar donde nadie está y todos transitan, al igual que una plaza de una gran ciudad, donde apenas somos más que un individuo sin registro, confrontado al anonimato de los demás.
Una plaza que más o menos apresuradamente cruzamos como espacio de referencia urbana en tanto que cruce de caminos o avenidas, o en la que concertamos un encuentro, precisamente por ser un espacio de referencia, pero en el que muy ocasionalmente nos instalamos. En realidad un aeropuerto es un plaza en un lugar donde no hay una ciudad, es decir, dando una vuelta de tuerca más a la idea de Augé, es una plaza en una no-ciudad.
Sin embargo, antes de que Augé escribiera su conocido ensayo, en 1992, los aeropuertos se habían convertido ya en otra cosa, en algo inmensamente más complejo que en una simple plaza.
Hoy un aeropuerto, a lomos de una masificación sin precedentes de este modelo de transporte aéreo para cortas y largas distancias, se ha convertido en un ciudad. La extrema complejidad logística y las cantidad continuada de residentes pasajeros, la convierten en una ciudad con su sistema de control, con hoteles, con salas de estar, con cafés y tiendas, con lugares para hacerse un masaje, con peluquerías, duchas, oficinas, espacios de culto, hospitales… Un aeropuerto hoy es una ciudad con ciudadanos en tránsito constante y fulgurante. En este sentido y precisamente debido a ese tránsito, la plaza se ha convertido en una ciudad con un no-habitante.
Es una ciudad de usuarios, de ciudadanos fugaces.
Con todos los atributos de una ciudad, autoridad, control, calles y plazas, espacios exteriores, jardines, etc., todo lo que podemos encontrar y hacer en una ciudad, lo podemos hacer hoy en un aeropuerto.
No tengo referencias exactas, pero estoy seguro de que en un aeropuerto, uno puede incluso llegar a casarse al igual que ocurre, quizás románticamente, en los cruceros de placer. Uno puede llegar a nacer y por supuesto uno puede morir. Así planteada las cosas, la idea de plaza en un no-lugar, se ha convertido hoy en una trans-ciudad llena las 24 horas del día de no-habitantes. Quizás es el único espacio en el mundo capaz de acoger millones de habitantes al año, sin que nadie resida en el. En fin. Los aeropuertos de hoy se han pensado como un espacio ciudad para no-residentes, individuos que usan intensamente un espacio, pero que nunca residen en él. A lo sumo pasan un día, casi nunca más de uno, y habitualmente apenas unas horas.
Quizás debido a esa fugacidad, un aeropuerto nos resulta tan antipático y fascinante a la vez. Viene a ser la utopía de Buckminster Fuller, sin la cúpula geodésica que cubría Manhattan. Una ciudad cubierta, de clima controlado, para un uso fugaz. Algo así como la arquitectura de los grandes cruceros o la presión que la fugacidad de los no-residentes imprime, esta vez si, en nuestras ciudades reales, en forma de turismo masivo. Un aeropuerto es de facto la quintaesencia de la fugacidad construida. Todo para un uso urbano, sin la verdadera razón de lo urbano, lo humano.
Pensemos un momento, si en el aeropuerto de Atlanta han transitado casi 105 millones de personas en un año, y cada persona ha residido pongamos una media de 3 horas en él, eso es equivalente a una ciudad con una población fija de más de 50.000 habitantes residentes fijos los 365 días al año. Eso es una ciudad, ya no es una plaza, ni tampoco es un edificio.
Pero ¿cual puede ser el futuro de un aeropuerto?
Si, como decíamos, era una plaza, que se ha transformado en una ciudad. ¿no podríamos pensar que quizás mañana un aeropuerto será un paisaje?
Creo que en el futuro, un aeropuerto será un paisaje, un paisaje intensamente productivo, donde quizás pasará de ser puerta a ser destino, donde algunos incluso aprovecharán las condiciones del duty free, la seguridad total y las instalaciones sobredimensionadas para el servicio y el hedonismo, para pasar unos días de vacaciones entres parques interiores y exteriores, piscinas y gimnasios, y en definitiva todo aquello que podamos imaginar. Algo distópico sin duda…
Además, no ya como tendencia, sino como realidad construida, los aeropuertos, tienden cada vez más a concebirse a partir de la experiencia del pasajero, mezclando los intereses del consumo con una responsabilidad colectiva comprometida con el medio ambiente.
Los aeropuertos así imaginados, gestionarían la lógica y la organización de los planos horizontales, de hecho, un aeropuerto solamente se permite un edificio vertical, creando, una vez pasado el control, espacios dentro y fuera, bosques plazas y playas, construidos con elementos reciclables y upciclables. Espacios capaces de producir, almacenar y distribuir energía. Construcciones plug and play con sistemas de reconocimiento y conocimiento en tiempo real.
Un aeropuerto pensado como paisaje sería capaz de cultivar lo que consume, de generar lo que gasta, de compartir lo que produce.
Sería una especie de jardín de edén sobremoderno, revisitado por la tecnología y la responsabilidad medioambiental, hasta tal punto que un recinto aeroportuario podría llegar a ser un prototipo de eco-ciudad, donde poder testar nuevas herramientas y lógicas urbanas en el marco aséptico de la fugacidad de los usuarios.
Un aeropuerto es quizás el mejor indicador de lo que una ciudad real puede llegar a ser, permitiendo la aplicación de servicios en fase beta. Testar, corregir, apalancar tecnológicamente un espacio para aplicar los resultados posteriormente a gran escala en espacios urbanos clásicos y consolidados.
En definitiva, si convenimos que el futuro de la ciudad es ser paisaje, un aeropuerto ya debería preparase para ser un paisaje del aire.
La imagen del post terminal de la TWA de Eero Saarinen
[1] Tal como Marc Augé lo aplica en Non-lieux. Introduction á une anthropologie de la surmodenité. Difícil va a ser aquí de no citar a Augé y su feliz concepto de no-lugar, pero aún más difícil, no hacerlo al referirnos a una contemporaneidad embutida de presente, que el autor llama sobremodernidad. AUGÉ, Marc, Non-lieux. Introduction á une anthropologie de la surmodenité,Edition de Seuil, Paris, 1992
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