Simplejidad

Simplejidad

De todas las cosas que confunden a los seres humanos, tal vez nada provoca mayor zozobra como definir lo que significa que algo sea simple o complejo. Una planta de interior, con un metabolismo enormemente bien afinado de microestructuras hidráulicas y densa en ácidos nucleicos, puede ser más compleja que una planta de manufacturación de productos.[1]

Estamos acostumbrados a leer la realidad en términos de tamaño, de velocidad, o de escala; confundimos inmensidad con complejidad y sutileza con simplicidad. Muy a menudo, la cercanía conceptual entre lo complicado y lo complejo, o lo sencillo y lo simple, ha sido la razón por la cual no hemos podido entender adecuadamente aquello que nos rodea.

Hace una generación, la comprensión del cambio de paradigma que suponía la teoría del caos reveló el poder del orden complejo en la meteorología, los mercados, la tectónica de placas y miles de realidades más. Del mismo modo, los investigadores de todo los espectros sociales y científicos están hoy estudiando cómo los sistemas que aparentan ser simples o complejos pueden ser todo lo contrario, y cómo este hecho puede ampliar nuestra comprensión de nuestro mundo.

Hoy en día, hay una gran cantidad de formas y de maneras en que el tira y afloja entre la simplicidad y la complejidad está siendo explorado y explicado. Una de estas maneras es la idea de Simplejidad. De hecho la Simplejidad es una teoría emergente que propone una posible relación complementaria entre la complejidad y la simplicidad. El término se basa en la Teoría General de Sistemas, la Dialéctica en filosofía y el Diseño.

En arquitectura, lo que podríamos llamar como el principio de Simplejidad, debería ser un vector de diseño y una manera ágil de asumir en nuestras decisiones la enorme complejidad que a todos los niveles reside en la base de nuestros proyectos, sometidos a un incremento incesante de condicionantes económicos, legales, sociales, medioambientales, culturales y un largo etcétera.

En otras palabras si los arquitectos seguimos centrados en dar liebre por gato, como gráficamente solía comentar el maestro Alejandro de la Sota, deberíamos ser capaces de responder a la complejidad de los retos que cualquier proyecto de arquitectura debe afrontar con una respuesta simple y no por ello, enormemente sofisticada, que potencie la fuerza de la arquitectura y la haga accesible al máximo de personas que se relacionan con ella.

Comprender y valorar la idea de Simplejidad puede resultar muy útil, frente a otras posiciones menos inteligentes y formalmente pornográficas, que se alejan de la complejidad como reto para deslizarse hacia la pura complicación, vacía de toda lógica arquitectónica.

Una de las situaciones donde mejor se puso en evidencia la idea de Simplejidad frente a lo complicado por defecto, se dio cuando el 11 de Junio de 1998, el jurado de los premios IberFad, que circunscribía la selección a obras realizadas en la península ibérica, por aquel entonces uno de los premios otorgados por la centenaria asociación FAD, Fomento de las Artes y el Diseño, otorgó a la iglesia de Santa María en Marco de Canavezes, en Portugal, de Álvaro Siza, el premio IberFad 1998, frente al Museo Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry.

Con una valentía y una independencia admirable, el jurado formado por Norman Cinnamond, Mercè Zazurca, Pepe Cortés, Lourdes Humet, Carles Llop, Carme Pinós, Ignacio Rubiño y Federico Soriano entendieron que la obra arquitectónica premiada de Siza representaba un apasionante momento de libertad y ambigüedad, donde la simplicidad y la complejidad barajadas con maestría conducían a lo sublime. Algo muy parecido podría decirse de una posible definición del principio de Simplejidad en arquitectura.

Frente a la aparentemente modesta iglesia de Siza, se enfrentaba el exabrupto arquitectónico en forma de complicada espacialidad del Museo de Gehry, que, todo hay que decirlo, en ese caso y en esa obra en concreto, tuvo el efecto deseado de reactivación de la ría de Bilbao.

Tratando de ser justos, de todas las obras de Gehry, es el proyecto del Guggenheim de Bilbao el que más se adecuaba a la necesidad de la ciudad de una profunda regeneración de la ría, aunque el resultado fuera en la forma de ese exabrupto arquitectónico al que me refería antes al que el arquitecto canadiense nos tiene acostumbrados. Sin duda, las ciudades, al igual que las personas, en algún momento de la vida necesitan pegar un puñetazo encima de la mesa, y sin duda, en un momento de lucidez, Tomas Krens, por entonces director de la Solomon R. Guggenheim Foundation, entendió que Bilbao necesitaba de una maravillosa tarta de fin de siglo con aromas californianos y aires de parque temático.[2]

La realidad ha demostrado que el Guggenheim ha funcionado como catalizador de un territorio necesitado de una manifestación escenográfica y exagerada de energía espacial. Nada mejor para llamar la atención, que un contenedor retorcido, caprichoso y deformado, que independientemente de los que se supone que está exponiendo, se convierte en un vociferante grito desafinado.

Al final, el efecto de la arrugada piel de titanio, acabó dando nombre a una estrategia que lejos de poder generalizarse, ha ido cultivando innumerables fracasos por el mundo. Un sinfín de alcachofas y patatas en forma de los más variopintos museos, han poblado fallidas reconversiones urbanas. Si fuera tan fácil poner una parida arquitectónica para regenerar un barrio o un territorio, las ciencias ligadas a la ciudad, el urbanismo, la geografía, la sociología y como no, la arquitectura, ya no tendrían sentido.

Por suerte, o quizás por desgracia, la realidad es mucho más tercamente compleja.

La arquitectura es un espejo de mil caras, la buena arquitectura al menos, es un ramillete de lecturas, una respuesta a la complejidad de una sociedad más y más abierta e intrincada, que debe ser capaz de dar una la espacalidad adecuada tanto a nivel metropolitano, como a nivel urbano y como no, a nivel humano. Es decir, la arquitectura debe dar soluciones claras y estructuradas, equilibradas y sensatas en relación a las demandas sociales, las necesidades económicas, los requisitos culturales, las exigencias medioambientales y las lógicas políticas, es decir, la arquitectura como respuesta ya de por sí es enormemente compleja como resultado.

En la obra de Álvaro Siza, uno de los maestros esenciales de la mitad del siglo XX y principios del XXI, esta madeja conceptual y compleja se sublima en formas arquitectónicas profundamente bellas, evocadoras y fundamentales que aportan las soluciones evocadas.

O por decirlo de una manera más clara, creo sinceramente que con la maestría de su arquitectura, Siza se convierte en un referente del uso arquitectónico del principio de Simplejidad.

En la imagen una composición de dos fotografías de la Iglesia de Santa María en Marco de Canavezes del fotógrafo Duccio Malagamba.

[1] Para más información ver KLUGER, Jeffrey, Simplexity: Why Simple Things Become Complex and How Complex Things Can Be Made Simple, Ed. Hyperion, New York, 2008

[2] Ver las declaraciones de Norman Cinnamond en la edición impresa del viernes 12 de Junio de 1998. http://elpais.com/diario/1998/06/12/cultura/897602406_850215.html

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  1. […] [2] En el texto, Simplejidad, más allá de la ocurrencia del “palabro”, contraponía a la complejidad esencial de Siza, la complicación vacía de Gerhy. Ver https://axonometrica.blog/2016/10/17/simplejidad/ […]



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