Sensibilidad

Sensibilidad
Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría denominarse Memoria Poética y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho la vida hermosa
Milan Kundera
La emoción es una concatenación de cosas, eventos y percepciones inconexas.
Una de las cuestiones más antiguas que se platean las almas inquietas ha sido, entre otras, la naturaleza misteriosa de lo sensible, de lo bello y la pulsión profunda que lo crea.
No quiero a construir un relato trabado y rocambolesco de la capacidad sensible de algunos personajes que he tenido el privilegio de conocer. Y no voy a construir ese relato por respeto a la capacidad de ciertos maestros de recrearse en la creación sensible.
Esta reflexión viene a homenajear a todos aquellos individuos que simplemente transformaban la manera de ver el mundo, sin caer en la tentación de la esclavitud de la imposición egocéntrica.
Por ejemplo, en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, en mis años burbujeantes de estudiante, podías llegar a conocer y admirar a arquitectos de elevadísimo talento, que fácilmente entraban a medir sus capacidades con otros arquitectos brillantes, que conformaban un paisaje de capacidades proyectuales muy extensas, pero que siempre por el rabillo del ojo, buscaban destacar en un momento donde la ETSAB estaba especialmente bien dotada de sensibilidad y capacidad creativa.
La larga lista de profesores de proyectos, pero también de urbanismo, de historia del arte, de composición y de estética, configuraban una espacie de cuadro multicolor de egos en algún caso exacerbados, éxitos y energía creativa que nunca más se repitió. Hablo de Illescas, Bru, Mateo, Miralles, Brullet, Correa, Bohigas, Torres Nadal, Conde, Rahola, pero también Barba, Español, Bellmunt, Quetglas, Trías, Rubert de Ventós, Lahuerta, Azara, y así hasta un largo etcétera.
Pero a la vez que coincidían en un momento feliz esta lista no exhaustiva de suntuoso talento arquitectónico e intelectual, había una cara B de arquitectos aún si cabe más excepcionales, que dibujaban un paisaje submarino que quedaba lejos de las fotografías fijas de la época, pero que atesoraban una dimensión, como mínimo igual de fascinante que la lista de nombres propios anterior.
En mi memoria emocional siempre quedará una espacio enorme para un trío de maestros: Pepe García Navas, Manolo Baquero y Santi Roqueta.
Mientras los arquitectos, urbanistas o intelectuales al uso, tenían de forma natural un espacio donde brillar, a través de su labor docente, amplificada por su trayectoria profesional, esta especie de trío de malditos, impactaban en el masivo alumnado de los 90’s de forma totalmente reveladora pero construida desde una actitud singularmente doméstica, lejos de los cánones del momento y más allá de la feria de vanidades que se arremolinaban alrededor de los primeros.
García Navas, Baquero y Roqueta coincidían en el área de expresión gráfica, ya sea como catedráticos o profesores asociados, y los reunía una sensibilidad atroz y sobredimensionada en comparación a la capacidad que teníamos como alumnos de asumir sus enseñanzas. Su ejemplo diario consistía en una aparente dejadez, que los convertía en sujetos discretos. Sin embargo, si uno tropezaba con la posibilidad de acceder a ellos, ya sea por interés particular o por afección por lo no evidente, se convertían en una referencia espectacular, íntimamente ligada a la supuesta capacidad de un arquitecto para la sensibilidad y la creación.
Como volcanes en silenciosa combustión, la enseñanza de estos auténticos genios de las esencias de la arquitectura se resumía en una distancia aparente con el alumno. Por nuestra parte esta distancia recíproca mutaba en una absoluta admiración cuando entendías como a través de un humilde carboncillo, se disponían a negociar con la realidad mediante la técnica del dibujo.
Cada uno a su manera abría las puertas de un universo sensible con tan solo el trazo aparentemente despreocupado del grafito. Con una capacidad mágica de traducir el mundo en apenas unos esbozos urgentes, estos tres auténticos maestros condensaban en el gesto de la mano, cientos de lecciones de lo que la arquitectura realmente es en esencia.
Su despreocupada falta de ansiedad por figurar, engrandecía aun más si cabe su dimensión trascendente a través de puro dibujo. La comparación entre la agonía esforzada de la asignatura de proyectos o urbanismo, donde la consigna era la consecución del máximo esfuerzo posible, acompañada de una retórica épica del acto de proyectar, y la aparente despreocupación fácil por el dibujo de trazo y muñeca, colapsaban en un espacio paradójico.
Mientras como alumno te injertabas en una lógica de esfuerzo supremo ligada a la ambición de proyectar arquitectura e ideas, la dimensión mágica de estos tres domadores de la sensibilidad creativa hacían de lo más difícil, un juego fascinante solo en apariencia natural y despreocupado.
Nada más lejos de la realidad.
El dibujo como obsesión necesaria los guiaba hacia una actitud callada, a veces, retraída pero de dimensiones y enseñanzas universales. Es más, no solamente atesoraban proporciones abismales de sensibilidad y dominio técnico, sino que brotaban como manantiales de conocimiento estético y leído. Cada uno a su manera dejaban entrever su necesidad de seguir aprendiendo, de seguir dibujando, de seguir haciendo arquitectura de la buena, de la grande, sin que necesariamente tuvieran en nómina la autoría de los proyectos más relucientes del momento.
Sus enseñanzas, una mezcla de talento hipertrofiado y de generosidad expandida, rebosaban de profundas lecciones de lo que la arquitectura puede llegar a ser.
Y su ejemplo siempre venía a reducirse a un mantra que aún hoy creo imprescindible, dibujar, dibujar y dibujar.
En la imagen, un fotograma de la película de Jacques Tati, Mon Oncle, estrenada el 14 de octubre de 1958