Contribuciones: Ingrid Valero. De Paisajes

De Paisajes
Percibir el paisaje es un acto principalmente individual, fisiológico y psíquico, diferente en cada individuo y muchas veces en cada momento. Nuestra relación sentimental o afectiva con un paisaje modifica sin duda la percepción que tenemos de él. Una de las cosas que recuerdo vivamente de mi estancia Erasmus en el sur de Italia es un olor, que se topó violentamente con mis fosas nasales un sábado andando por la ciudad, y que yo asocié rápidamente a mi infancia. Tardé tiempo en descubrir que era el olor de la leche caliente con un poco de café y pedazos de pan de barra bañados en él, que era lo que desayunaba siempre mi abuela. Automáticamente pasé a percibir de otro modo, la fea por aquel entonces, Reggio-Calabria. De repente esa ciudad se me mostraba poseedora de algo que también me pertenecía, con todas las consecuencias psicológicas que esto comporta.
Efectivamente, paisaje y naturaleza o paisaje y entorno no son lo mismo. La naturaleza, o nuestro entorno, ya sea urbano o no, existe per se, pero el paisaje existe solamente al ser percibido. La naturaleza es una extensión sin nombre. Una planta en una maceta es naturaleza. El paisaje está ligado a un sitio y está personalizado por dicho sitio. En este sentido, la organización y dinámicas del paisaje se fundamentan en interrelaciones de carácter social y cultural.
En cualquier caso, la definición habitual del término paisaje responde a la idea de paisaje que empezó a originarse en la cultura occidental europea a principios del siglo XV, en Holanda. El paisaje se relacionaba con la visión artístico-pictórica del mundo visible. El paisaje era la escena vista por el espectador, ya fuera el pintor o el ciudadano de la calle. De ahí la idea del paisaje como imagen, como una composición (artística o real, da lo mismo) delimitada por un encuadre.
Según el Convenio Europeo de Paisaje, Paisaje designa cualquier parte del territorio, tal como es percibida por las poblaciones, cuyo carácter resulta de la acción de factores naturales y/o humanos y de sus interrelaciones.
La percepción del paisaje es un acto global en el que se suceden indefectiblemente tres fases estrechamente relacionadas. Primero, nuestros sentidos captan el entorno: qué vemos, qué oímos, qué sentimos. Después, ponemos en marcha el conjunto de procesos a través de los cuales estructuramos la información que hemos recibido, y de alguna manera clasificamos ese entorno. Finalmente, entramos en una fase evaluativa referida a nuestras actitudes y preferencias en relación con aquello aprehendido y estructurado previamente.
El observador es determinante en la percepción propia, ya que toda percepción exige previamente una aprehensión sensorial del entorno que es global, no solo visual. El paisaje no es solamente algo visible (aun siendo esta su dimensión fundamental), sino que, como construcción de nuestra actividad sensorial, está hecho de sonidos, de olores, de tactos, de recuerdos, de multitud de impresiones sensoriales cargadas todas ellas de contenido espacial y temporal.
Pero además, la percepción del paisaje también está influida por las representaciones colectivas sociales y culturales que los grupos humanos hacen de su entorno, con lo que ese paisaje, que tiene una realidad, una espacialidad y temporalidad objetivas, independientes de la mirada del observador, al ser percibido por él y codificado a través de toda una serie de filtros personales y culturales, se impregna de significados y valores, y se convierte en símbolo, sin dejar de ser lo que es. En este sentido, el paisaje se puede interpretar como un código de símbolos dinámico que nos habla de la cultura de su pasado, de su presente y sobre todo si estamos atentos, de su futuro.
La semiótica del paisaje, el grado de descodificación de los símbolos, puede ser más o menos compleja, pero en cualquier caso está ligada a la cultura que los produce. La dificultad estriba en que los paisajes no habitan solo en nuestras consciencias. La cultura influye en la percepción del paisaje. Cada cultura, y una misma cultura en diferentes periodos de la historia, crea sus propios arquetipos paisajísticos, y a su vez, los diferentes grupos sociales existentes en esa misma cultura hacen lecturas diferentes de ese mismo paisaje. El paisaje se percibe de modo muy diferente según el nivel de instrucción, el lugar de residencia habitual, la profesión, el uso que de él se haga… Conocer con antelación la percepción que cada grupo social tiene de un paisaje, de sus símbolos determinados, es muy útil en todo proceso de planificación territorial o de proyecto a menor escala. ¿Por qué si no, ciertos espacios urbanos son un fracaso rotundo y otros, en cambio, un éxito absoluto?
Es decir, cuanto más sepamos de la cultura que produce esos símbolos, esos paisajes, urbanos o no, más capaces seremos de descodificarlos, de entenderlos y, por lo tanto, de interactuar con ellos de la mejor manera.
El paisaje es, pues, la proyección cultural de una sociedad en un espacio de tiempo determinado. Es decir, el paisaje, incluido el paisaje natural, es una representación social de orden cultural. Es la cultura la que construye el paisaje, la que lo ordena y valora, la que determina la escala de los elementos que lo componen. Paisajes naturales, rurales, urbanos, conforman todas esas representaciones sociales del territorio desde la perspectiva cultural. Porque el paisaje no es sino una imagen construida, en la misma medida en que podemos contemplar el territorio como un espacio socialmente construido.
Al igual que la imagen que tenemos de un paisaje, la percepción colectiva que hacemos de él, cambia con los años, también lo hace el paisaje real, que es vivo, dinámico, y en continua transformación. El problema no recae en la transformación per se del paisaje, que en realidad es inherente a él, sino en el carácter y intensidad de dicha transformación. Nos obstinamos en desembarcar con toda nuestra artillería pesada allí donde el paisaje aún es capaz de hablar, para hacer tabula rasa y pretender que dicho espacio sigue teniendo el mismo carácter. La tónica habitual no es transformar el paisaje. Se destruye o se homogeneíza, que en realidad es lo mismo. A veces incluso se lo asesina convirtiéndolo en un fósil viviente, en un esperpento de lo que fue. Claro ejemplo de ello son algunos centros históricos de ciertas ciudades o pueblos donde ya no se vive ni trabaja en ellos: son museos al aire libre, muertos, donde se ha pretendido conservar un paisaje olvidando, precisamente, que dicho paisaje no es sólo su arquitectura, sino también sus sonidos, sus olores, sus gentes, sus colores, su dinámica… Si perdemos toda esa información, nos quedamos con una realidad sesgada que nos imposibilita comprender ese paisaje en su globalidad: nos faltan demasiadas piezas del puzle.
Los paisajes no son inmutables, aunque mantengan determinados elementos o aspectos más o menos inmutables a lo largo del tiempo. Tienen, sin embargo, una personalidad propia, un carácter, una esencia, que es lo que les da sentido y les confiere esa unidad que hace que los percibamos como tales.
No sabemos actuar sobre el paisaje sin destruirlo, sin corromperle dicho carácter, sin eliminar los rasgos que le confieren continuidad y coherencia histórica. Esta dramática situación parece ser vivida con una pasividad y resignación pasmosas por parte de todos. La mayor parte del planeamiento urbanístico que se ejecuta actualmente en nuestro país no distingue ni respeta lugares ni escalas, aplicando soluciones estandarizadas justificadas solamente a nivel económico a sitios y casuísticas muy dispares tanto a nivel geográfico o climático como a nivel cultural o social.
Debemos aprender a conservar el paisaje sin fosilizarlo ni destruirlo. Nuestro paisaje, esto es, nuestro entorno, el urbanismo y la arquitectura que hacemos, es el resultado de una tensión dialéctica continua entre elementos abióticos, bióticos y antrópicos. Sólo si aprendemos a conservar el carácter del lugar estaremos respetando nuestros paisajes, y seremos capaces de transmitirles a las futuras generaciones la esencia de su pasado, para que de este modo aprendan a construir el paisaje de su futuro.
Ingrid Valero es Arquitecta (1997) y Paisajista (2003) por la ETSAB
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